Dedicado a Marcelo Agredo, Cristian Delgadillo Sánchez, Segundo Jaime Rosas, Nicolás Guerrero y Elkin Andrés Fernández, algunos de los jóvenes asesinados en Cali y en Colombia por la fuerza pública.
Por Fernando Alexis Jiménez – Dirigente sindical
En el fondo suena atronador “Amor encapuchado”, de Anarkía Tropical. Las notas multicolores emergen estridentes desde una cabina de sonido junto a una trinchera popular, en una de las muchas ciudades de Colombia, aún en resistencia. Un tema pegajoso que habla de barricadas. “Un cuerpo de silueta hermosa y tras la capucha, unos ojos me miraban”, dice la letra. Es una escena fugaz de cómo surgen las chispas del gusto y del amor entre dos jóvenes de los tantos que defienden la lucha del Paro Nacional en Colombia.
El escenario es el mismo para dos jóvenes de “primera línea” que decidieron contraer matrimonio en el barrio Aures, de Buga. Así, como en el disco. Se juraron amor eterno, encapuchados. Ella con un vestido negro, elegante, aún muy jovencita, y él, cubriendo su rostro y con un escudo elaborado a partir de una tina de aluminio.
Prometieron estar juntos hasta el final de sus vidas o hasta que la represión brutal de la fuerza pública los separe. Como toda pareja de enamorados, les brillaban los ojos. Tenían una sonrisa a flor de piel escondida con tela oscura, para protegerse.
–A los jóvenes nos están matando porque salimos a las calles a protestar.
–Sí, pero confiamos en una nueva Colombia para nuestros hijos—dice la muchacha tras escuchar a su, ahora, esposo.
El sacerdote se hace a un lado, prudentemente. Algunos de los poquísimos asistentes, lloran apreciando ese momento único entre las sillas plásticas que han sido distribuidas en el modesto recinto.
La familia les tiene un “sancochito de gallina y una tortica”, como decimos la inmensidad de pobres de Colombia. Los millares de hombres y mujeres que viven del rebusque, porque a diferencia de la imagen que vende el presidente Iván Duque a nivel internacional, en esta tierra el desempleo cabalga sobre las estadísticas con cifras alarmantes.
OTROS NO TUVIERON ESA MISMA OPORTUNIDAD
Otros jóvenes, con iguales sueños, ganas de luchar, empuje cuando salían a “frentiar lo que fuera”, también enamorados y que le dijeron a su novia que “cuanto termine toda esta vaina, pensamos en el futuro”, no tuvieron la misma oportunidad.
Salieron de casa ante la mirada angustiada de sus madres y el corazón palpitante de sus padres. Como cantaba Piero: “Él tiene los ojos buenos, y una figura pesada. La edad se le vino encima sin carnaval ni comparsa. Yo tengo los años nuevos, mi padre los años viejos. El dolor lo lleva dentro, y tiene historia sin tiempo, viejo mi querido viejo…”
La realidad de ellos, tal vez era otra. Ahora en las calles se está peleando por un futuro. Y pocos lo entienden, como el taxista que me trajo a casa. Sobrevive con cuarenta mil pesos diarios, sin ninguna garantía ni seguridad social, y se queja de las manifestaciones. “Ya deben dejar esas protestas, estoy cansado…”, reniega.
Igual que tantos otros, no han hecho una evaluación de los logros del Paro Nacional. La caída de la reforma tributaria, de la reforma a la salud, de la propuesta que hace carrera de involucrar los jóvenes en una política que consulte las realidades populares y, además de otras cosas positivas, la advertencia al presidente, Iván Duque, de que si pretende impulsar nefastas reformas de carácter laboral y pensional, el pueblo sale de nuevo a las calles.
Y en medio del fragor de la lucha, junto a los sindicalistas que marchamos, los jóvenes de primera línea, que hicieron lo que muchos reconocemos, amerita arrojo: enfrentar las arremetidas inmisericordes de la fuerza pública.
NO SE PUEDE DESCONOCER SU APORTE EN LA LUCHA
Millares de colombianos se rasgaron las vestiduras por los cortes de ruta o bloqueos como los llama peyorativamente el presidente Duque. Ese término les resulta más sensacionalista a él, a los “camisas blancas” de Ciudad Jardín en el sur de Cali, y a Escobar, el paraco frustrado que aparece disparando junto a la policía, muy cerca de la Estación Univalle.
Nadie puede negar que los bloqueos eran necesarios. De otra manera, el pueblo colombiano no habría sido escuchado. Claro, durante algunos días hubo escasez, pero las cosas hay que mirarlas a largo plazo, en una línea de tiempo amplia. Lo que se ha librado es una batalla sin parangón histórico para legarle a las nuevas generaciones, un país que ya no soporta que le pongan el pie en la nuca.
¿Quiénes fueron clave en todo este proceso? Los jóvenes. Hombres y mujeres. ¿Por qué encapuchados? Por una razón sencilla: si se dejan ver, los matan las fuerzas oscuras del país, que todos saben que existen y de quiénes se trata, pero nadie se quiere referir a ellas.
LOS GRITOS DE LA MUERTE
El día que mataron a Cristian Delgadillo Sánchez y Segundo Jaime Rosas, frente al lugar donde vivo, los vi batallando desde temprano tras la violenta recuperación que hicieron el Esmad y el Ejército del espacio que ocupaban en el Puente del Comercio.
¿Armas? No les vi en sus manos. Comparten la misma opinión nuestros vecinos, que fueron testigos. ¿Escudos y rocas? Sí. Claro que los tenían. Yo mismo, en mi lejana juventud, tiré piedra cuando subían el precio del bus urbano, consciente como mis compañeros del Colegio “Eustaquia Palacios”, de que esa medida afectaba el bolsillo de nuestros padres, obreros del común que vivían de un modesto salario.
Eran otros tiempos. Lo que repartían los antimotines de la época, era garrote y con generosidad, por cierto. Hoy, por obra y gracia de un fantasma, pareciera, se reparte bala y las autoridades dicen no saber de dónde provenían. Cosas del país del realismo mágico de Gabriel García Márquez.
Un joven fue golpeado en el pecho por una bala aturdidora. Estaba angustiado, por el dolor. Le brindé agua. “Gracias vecino”. Podría haber sido uno de mis hijos. Sentí dolor también, dolor de patria.
El enfrentamiento siguió por varias horas hasta que, hacia la medianoche, sonaron los disparos que segaron la vida de los dos jóvenes. Murieron en medio de la importancia que asiste a quienes creemos que la protesta social es válida en un país que se precia de democrático.
Ni Marcelo Agredo, Cristian Delgadillo Sánchez, Segundo Jaime Rosas, Nicolás Guerrero y Elkin Andrés Fernández, entre otros jóvenes asesinados por la fuerza pública en Colombia, tendrán futuro. No disfrutarán del “Amor encapuchado”, ni de la brisa que baña a Cali en las noches cuando se escucha música junto a la Loma de la Cruz o en el Boulevard, cerca del Puente Ortiz, con el rumor del río como fondo.
Duele la muerte de los miembros de la fuerza pública. Nadie lo niega. También son Colombia. Pero tampoco dejan de doler los muertos que estaban en primera línea. Ellos también tienen padres, hermanos, amigos, novia. También soñaron un futuro, pero no volverán a casa, ni hoy ni nunca…
Concluyo agradeciendo a quienes me han advertido, en reiteradas ocasiones, que me pueden matar por lo que escribo. A ellos les he dicho lo que comparto con ustedes, y es la frase del argentino, Ernesto del Che Guevara: “Bienvenida la muerte, donde quiera que me encuentre, siempre y cuando nuestro grito de lucha se siga escuchando.”
NOTA IMPORTANTE: Los planteamientos expresados en este artículo comprometen a su autor, quien se hace responsable, y no necesariamente reflejan el pensamiento político-sindical del movimiento sugoviano.
Blog del autor: https://cronicasparalapaz.wordpress.com/