Un relato que refleja, desde la perspectiva literaria, lo que viene ocurriendo en Colombia. El poder detrás del telón, en manos de unos pocos terratenientes que se oponen a las reformas sociales y a todo aquello que les suene a cambio.
Por Fernando Alexis Jiménez
Anoche tuve un sueño. Estaba en un lejano reino llamado Locombia. La mayoría de los aldeanos apenas podían sobrevivir con muy pocos ingresos y unos muy pocos disfrutaban a costa del sudor y esfuerzos de todos ellos.
Lo grave del asunto es que buena parte de esa minoría, un día cualquiera, comenzó a experimentar una extraña metamorfosis: de su nariz brotaron pelos horrorosos, su boca se deformó hasta convertirse en trompa, su piel se fue tornando de un gris extraño y debieron abrirle orificios a sus pantalones y faldas porque, de su coxis, comenzó a surgir como apéndice, una enorme cola negra.
Al principio se sintieron extraños, pero pronto se acostumbraron a su transformación, es más, se sentían felices de pertenecer a esa nueva élite.
El anciano rey que quería seguir gobernando, tenía apellidos aristocráticos: Uribe Vélez, pero todos le decían don Álvaro. No podía faltar el personaje siniestro de toda historia: un tal Vargas Lleras, a quien apodaban “coscorrón”; una bufona a quien conocían como María Fernanda y de quien aseguraban era todo menos Cabal por completo. “Tiene su rayón”, comentaban entre sonrisas.
Y por supuesto, no podía faltar el cortesano que aplaudía las actuaciones de todos ellos y les quemaba incienso: Fico, el del norte, con acento paisa. Los que no lo querían, aunque le sonreían cortésmente al verlo, decían en voz baja “Es el fiel reflejo de un naco” que, de acuerdo con la jerga mexicana, es tanto como decir un “ñero” en Locombia.
LA MULTIPLICACIÓN DE LOS MUTANTES
El problema fueron los mutantes. Se multiplicaron en la corte real, entre los políticos, en los hospitales, las universidades, las entidades públicas, los gremios, las empresas constructoras y en el Congreso, entre otros escenarios donde tomaron mucha fuerza.
Roedores aquí y allá, hasta donde alcanzara la vista. Gobernaban en todo lado.
Cuando iban a los cocteles, se cuidaban de no pisarle a cola a otros especímenes. Defendían lo que hacían y argumentaban que sus ingresos extras provenían de una divisa que no se movía en la bolsa de valores, sino que circulaba de mano en mano, práctica a la que llamaban Coima.
LA REBELIÓN
Un día, cansados de tanto abuso, los aldeanos decidieron organizarse. Y marcharon por las calles despavimentadas.
Hicieron sonar pitos, cacerolas y gritaban indignados. El personaje siniestro, Uribe Vélez, le recomendó sus representantes en la Corte, que promovieran la represión y pedir que sacaran a los miembros de la guardia real para acallar las protestas.
“Son unos desagradecidos; tanto que hemos hecho por ellos y mírelos, cómo nos pagan”, repetía.
Pero los aldeanos siguieron manifestándose. Estaban dolidos con tanto atropello. No querían ser súbditos. Estaban cansados de ser por muchos siglos lo mismo.
LLEGÓ HAMELIN
Así las cosas, los miembros de la Corte decidieron desempolvar un extraño engendro concebido a su conveniencia, al que habían denominado la Ley Hamelin, y muy a su pesar porque varios de ellos tenían trompa, bigotes largos y una cola disimulada en su espalda, promovieron la aprobación de la iniciativa. “Que venga Hamelin y se lleve a los desarrapados que hay en las calles. No soportamos sus alborotos”, gritaban desde la Corte.
Unos estaban a favor y otros en contra. Pero prevaleció el temor a que la turba enardecida los sacara del poder y ellos no querían renunciar a la buena vida.
Después de muchas discusiones, trajeron a Hamelin, de Alemania. Una persona en apariencia insignificante salvo que traía una flauta en su mochila. El viejo rey se excusó para no recibirlo y, con él, todos los que veían un peligro en el extraño personaje.
“Ya que no me reciben, yo mismo haré mi bienvenida”, exclamó el desairado Hamelin y comenzó a tocar la flauta.
Atraídos por los acordes, los polítiqueros, muchos funcionarios gubernamentales, congresistas, dirigentes de gremios, miembros de la fuerza pública, rectores de universidades y colegios, directivos de entidades hospitalarias, sindicalistas vendidos y de cuanto rincón se pueda uno imaginar en Locombia, comenzaron a salir de sus madrigueras.
No podían contenerse. Vibraban con la música dulce de la flauta. Movían sus bigotes al tiempo que, con la cola, hacían eco al ritmo que se esparcía por todos lados.
EL FIN DE LAS RATAS
“¿Qué haremos ahora?”, preguntaron los aldeanos, sorprendidos ante la multitud de roedores que los sobrepasaban en cantidad. Jamás se habían imaginado que, en todas partes, hubiesen tantos. Estaban preocupados.
“¿Dónde queda un río, pero bien grande para que quepan todas estas ratas?”, preguntó Hamelin.
Cuando le señalaron hacia dónde quedaba el caudal del reino, emprendió camino con un séquito de ratas encantadas con la melodía de la flauta. Tras él, multitudes de mutantes. Iban felices, cautivados por las dulces melodías de la flauta. No les importaba nada, como nunca tampoco les preocuparon los aldeanos. Ellos sólo pensaban en sí mismos y en los de su clase, y ahora lo que les interesaban eran esos extraños acordes.
Justo cuando iba a descubrir cuál era el destino de todas esas ratas inmundas, me despertó la alarma del celular. El titular del noticiero de televisión anunciaba que los roedores de siempre –parapetados en el Congreso– habían impulsado el hundimiento de las Reformas Sociales. Pero sueño o verdad, lo cierto es que Locombia iba camino de acabar con las ratas… (Relato escrito por Fernando Alexis Jiménez, amigo personal de Hamelin)
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