El reciclaje refleja otra de las realidades de la pobreza que viven infinidad de colombianos. Quienes sobreviven en ese oficio, saben lo que es la miseria.
Quizá nunca se ha preguntado cuánto gana diariamente un reciclador. Los ha visto con una carreta o un bulto al hombro, bajo el sol canicular. Sus ojos brillan cuando encuentran un tacho de basura. Ellos no ven desperdicios, sino la oportunidad de agenciarse unos pesos.
“No gano, mucho, pero sobrevivo”, me dijo Lucía, en el barrio Santa Isabel, en Cali. La ayudé a echarse al hombro un pesado fardo. “Tranquilo, estoy acostumbrada”. Intuí que hace rato cruzó la frontera de los sesenta años.
Trabajó en un restaurante de Siloé, hasta hace dos años, cuando la sacaron porque un cliente se quejó de que había un pelo en la sopa. “De algo estoy segura, ese cabello no era mío. Quizá del mesero, pero pagué los platos rotos, porque era la cocinera”, me dijo.
En la central de acopio le pagan $5 mil por un kilo de aluminio, pero $2 mil si el material está sucio. El kilo de hierro vale $600 y $100 el de cartón; por eso lo humedecen, para que pese más.
Cuando encuentra cobre, se le alegra la vida. “Un kilo lo compran en $28 mil y el bronce a $18 mil”, me dijo Lucía, mientras caminábamos. El acero lo pagan a $3 mil y las latas de bebidas, debidamente aplastadas, las pesan a $3.200 el kilo.
Su vida es elemental. Un café tinto y un pan en la mañana, al medio día arroz con huevo y tajadas y, en la noche, aguapanela y, de nueva, pan. “Diariamente gano entre doce y quince mil pesos, y de ahí tengo que guardar para el arriendo”.
Para ella no hay dominicales ni festivos. Siempre es lo mismo. De hecho, en la chatarrería abren todos los días. Ellos son los que se quedan con lo mejor del negocio, sin tener que asolearse.
“Hay algunos que pagan con vicio: marihuana y bazuco”, me compartió antes de alejarse. Comprendí por que se drogan algunos recicladores: para olvidar la miseria que arrastran, como una sombra gigantesca que los sigue a todas partes. (Crónica de Fernando Alexis Jiménez)