Imagine por un instante la desolación de un niño que por varios días espera el regreso de su padre, regreso que le prometió y que nunca cumplió.
Irapuato es un pueblo mágico de México. De esos lugares que parecieran sacados de un relato de Juan Rulfo, con enormes casas de adobe, calles estrechas pero acogedoras como para recibir a los libertarios de Emiliano Zapata, un ayuntamiento que conserva el estilo poscolonial y la fuente de aguas danzarinas, con chorros de colores producto de la luz que filtran en la noche.
Fue en Irapuato donde Isauro Rosales Ángel se quedó esperando el regreso de su padre. Era muy niño y lo esperó en la soledad de una habitación que le pareció gigantesca, en uno de los inquilinatos más baratos de la ciudad. Era lo único que podían pagar, porque su progenitor era alcohólico y jugador de naipes.
A los tres días lo botaron a la calle. El viejo, que trabajaba muy eventualmente en la construcción y en las noches se emborrachaba hasta perder el conocimiento, le pidió que lo aguardara, que pronto volvía. “No salgas de aquí.”, le advirtió. Jamás lo vio cruzar de nuevo por el umbral de la puerta. Nunca entendió el por qué.
Isauro tiene hoy 48 años. Logró sobrevivir durmiendo en las calles y pidiendo sobras en los restaurantes. Vende burritos y quesadillas cerca de la plaza principal. No se ha casado, ni piensa hacerlo. “No podría destrozarle el corazón a un hijo, prometiéndole algo que no voy a cumplir.”, se lamenta. Es su respuesta lacónica cuando le preguntan por su soledad.
Lo que más le atormentan son las noches, cuando regresa de trabajar. “Siento el mismo temor a la oscuridad que cuando estaba pequeño; como aquella noche en que mi padre se fue.”
Varias veces viajó a Acapulco, de donde eran oriundos. Buscaba afanosamente a ese padre ausente, hasta debajo de las piedras y al atardecer, cuando el sol moría en la distancia, mientras el caminaba por la playa.
Quería simplemente encontrarlo, abrazarlo y preguntarle por qué se fue. Ha pasado tanto tiempo, que lo ha perdonado una y mil veces por haberlo abandonado.
Sin embargo, sigue hoy en Irapuato. “Fue aquí donde él me dejó y guardo la esperanza de que algún día me busque de nuevo. Lo imagino más viejo, cansado de beber y con la calma que traen los años.”, me cuenta, sentado, cerca de la fuente de las aguas danzarinas, mientras que a lo lejos las nubes se tiñen de múltiples degradaciones anaranjadas por un sol que agoniza.
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