Muchísimos colombianos derivan sus ingresos de lustrar calzado. Simplemente sobreviven, azotados por la miseria.
Conocí a Lince Hernando Torres muy cerca de la oficina donde trabajo, en el barrio Santa Isabel, en Cali. Llegó al parquecito donde acostumbro leer al mediodía, después del almuerzo.
“Lustro calzado”, me dijo. Levanté la mirada y me encontré con la encarnación del Quijote de la Macha, salvo Rocinante, pero sí con un perro flaco que no tenía fuerzas ni para ladrar. Luego entendí las razones. Aguantan hambre en una pieza muy cerca de La Estrella, parte alta de Siloé. La habitación la comparte con un hijo que tiene síndrome de Down y vive muy enfermo. Paga cada día ocho mil pesos.
Aceptó que me quitara los zapatos cuando le expliqué que por convicciones políticas y de fe, no concibo que nadie esté por debajo. Creo que todos somos iguales y deberíamos estar en el mismo nivel.
Por cada embolada cobra tres mil pesos. El mayor problema, según me explicó, es que ya muy pocos usan calzado de cuero. Hoy es muy común que la mayoría de las personas calcen tenis. “Un potecito de betún me dura mucho”, se sonrió.
En sus ojos vi reflejada la desolación. Y, también, la soledad. Su esposa Alicia murió hace ocho años en un pabellón del Hospital Departamental. Estaba grave. “Lo que más me duele es que no podía comprarle los medicamentos ni los pañales desechables que me pedían.” La plata que gana, no le alcanzaba.
Lo que más se gana en un día son treinta mil pesos. Restándole los ocho mil de la pieza, le quedan veintidós mil: para comprar comida y medicamentos, porque su hijito sufre de cólicos y fiebres. “Si no alcanza, primero está mi hijo. Entonces toca café y pan de cinco mil”, asegura con resignación.
¿Los días más complicados? Domingos y festivos. “No hay clientes”, se lamenta. Y detrás de Lince Hernando, se va el dolor que deberíamos sentir los colombianos por los que sufren y tienen muy poco para vivir…
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