La presencia de la insurgencia armada dejó un saldo lamentable de 37 personas muertas. Fue una de las ocupaciones más grandes de las realizadas por el M-19, en las goteras de Cali.
Por Luis Fernando Riascos | Comunicador Social. Nota publicada originalmente en la revista Cromos.
Noche de estruendos fantasmales en que la población convivió con héroes y antihéroes. Un grupo que le enseñó a la población a contar su historia con el lenguaje de la revolución. Un pueblo que nunca olvida el día de la exquisitez política y la agresividad militar.
Son las 6:30 p.m. del 11 de agosto de 1984. En este tiempo todavía los 11 no son tan famosos, los orientales no los han puesto de moda en occidente, menos aún, no se le tiene tanto miedo a los hombres con turbantes, o a los musulmanes, los que resultan del demonio son los soviéticos, unos diablos que se meten en todo, desde una pista de atletismo hasta el espacio.
En el municipio de Yumbo han empezado a llover bengalas, don Álvaro Campos las alcanza a mirar desde las afueras de mi casa, mientras yo duermo con la tranquilidad de mi edad, tengo dos años.
Don Álvaro le insiste a mi papá que tiene que irse a trabajar, que no le importan los destellos celestes y la sinfonía de plomo que se escucha. Camina unos doscientos metros hasta el ‘Mesón’, un reconocido sitio donde venden aguardiente y ponen música de Julio Jaramillo, instalado en la entrada de La Estancia, así se llama el barrio donde vive mi vecino Álvaro, ubicado en el borde derecho de la carretera en la entrada sur del municipio.
Son las 6:45 p.m. El señor Campos, parado en la entrada de La Estancia, se comporta como un guarda y devuelve cualquier moto o persona para que no se estrellen con la muerte. Ha llegado sin avisar ese grupo de intelectuales con metralletas, aunque la mayoría del pueblo ya los esperaba.
Quince minutos antes, el municipio vivía en su rutina continua. El viejo Napoleón cumple las bodas de plata y la iglesia del Señor del Buen Consuelo, del parque Belalcázar, está atestada de invitados y feligreses ancianos. León Montes de Oca espera, parado en la entrada, a que la misa se acabe para irse trabajar, hoy tiene el turno de la noche en Cementos del Valle.
Por la misma acera de la iglesia, a unos 50 metros, ocho periodistas, entre ellos Ligia Riveros y el fotógrafo Daniel Jiménez, de la revista Cromos, miran la plaza principal desde unos asientos sin espaldar y cojines redondos, ubicados entre un muro que llega a las rodillas y el refrigerador de la heladería Lucerna. Esperan a quien los llevará a hablar con unos comandantes guerrilleros, pero sólo ven niños vendiendo dulces, borrachos tirados en las bancas y señoras asomándose por las ventanas.
Un estruendo de ecos omniscientes viola el silencio de la misa causando un terror apocalíptico entre la muchedumbre. Desde el atrio empiezan a entrar hombres en jeans, maletines a sus espaldas, cantimploras, radios y carteras a la cintura, botas pantaneras y fusil al hombro; le quitan el micrófono al sacerdote, padre Hernán Betancur.
Uno de ellos, con la cara descubierta, coordina en clave por el radio lo que parece ser una operación compleja. Sus compañeros lo llaman Antonio, le pasan el micrófono, y dice: “…O Belisario es capaz de controlar a los militares, o necesariamente la democracia tendrá que abrirse camino a través de las armas como lo hemos hecho durante muchos años. En Colombia todos queremos la paz, la revolución no le teme al diálogo…”
Quien habla es el hijo de un almirante, se llama Carlos Pizarro León-Gómez, un candidato presidencial asesinado el 27 de Marzo de 1990. Ahora no sospecha nada de su futuro, que incursionará en la política, que dejará de combatir pero que lo seguirán combatiendo hasta borrarlo. De momento, es el tercer hombre del Comando Superior del M-19.
7:00 p.m. Los rocket siguen sonando, Antonio le dice al sacerdote que puede continuar con la misa, ni el padre ni nadie se interesa en hacer caso. Montes de Oca nota que un agente de policía, Nelson Pulgarín, movido por los nervios, ha salido por una puerta que da a la Calle 6. La iglesia está construida entre esta calle y la carrera cuarta en una esquina del parque Belalcázar. Pulgarín tiene su Simca parqueado a escasos metros de la Caja Agraria, ubicada en todo el frente de la parroquia. Prende su carro, a pesar de los estruendos se oye el rugido del motor, acelera, avanza.
Paralelamente a unos estallidos secos, como pólvora, el carro se desliza como un trozo de mantequilla en un sartén caliente.
Antes de doblar la esquina se detiene. El agente ha quedado recostado sobre la dirección. Una mujer grita desde adentro del Simca. Nadie lo notó, pero la señora que le lava y le plancha la ropa a Pulgarín se alcanzó a montar al carro mientras él trataba de huir. Un grupo de personas la auxilian y dejan solo el cadáver del agente.
Montes de Oca, desconcertado, comprueba que estos hombres no portan balas de salva. En el parque está Antonio junto con Javier Delgado, un comandante de la agrupación guerrillera Ricardo Franco que colabora con la operación. Paran una camioneta Toyota blanca, se montan con quince encapuchados y se van.
7:10 p.m. Antonio ha regresado, la gente empieza a curiosear e indagar a los comandantes, le dicen a Pizarro que hable de la embajada, de la cantidad de plata que recibieron. “Fue buena plata, alcanzó”, contesta con tono amigable.
7:30 p.m. León Montes de Oca observa que la atención se ha trasladado a la puerta por la que hace unos minutos había salido Pulgarín. Ahí se encuentra parado un hombre al que todos empiezan a rodear, tiene una tira blanca amarrada en el brazo derecho, le dicen profe, camina hasta él, permanece quieto, parece un ídolo de bronce, es indiferente a todas las preguntas que le hacen.
Pero si es el ex alcalde Rosemberg Pabón, bueno hoy es el ex profesor del colegio Mayor, y se llama ‘Comandante Uno’. Muchos de sus estudiantes habían dicho: “Quisimos cambiar al profesor por un comandante y el lapicero por un fusil”, los mismos que hoy andan encapuchados, han bloqueado las entradas de Yumbo y están desparramados por todo el pueblo, incluso, a muchos se les ha recibido como héroes de guerra y a esta hora se les atiende con improvisadas verbenas.
A 200 metros de la curva donde se levanta la iglesia del barrio Puerto Isaacs, hay unos 30 hombres que han decidido instalar un retén. Un carro que salía de Cartón de Colombia fue detenido a punta de ráfagas, un obrero que se asomaba detrás de las rejas de Cementos del Valle fue herido en un brazo.
8:00 p.m. Se han concentrado unos 50 integrantes del M-19 en el parque. Entre las personas que asedian a Pabón está el grupo de periodistas que esperaban sobre las 6:30 en Lucerna. Ligia Riveros le pregunta al Comandante Uno: “¿No le preocupa que después de este operativo llegue el Ejército y la ciudadanía sufra?”. “Sabemos que ellos van a reprimir a la población como siempre, ¿o es que no hay hambre y miseria todos los días? Hoy estamos rindiéndole homenaje a Yumbo, éste es un día de paz y democracia”, contesta el Comandante Uno.
8:30 p.m. El parque Belalcázar parece un coliseo de ferias, hay gente de todo tipo regada por sus andenes. Se ha extendido la tertulia entre el público y los comandantes, conversan de corrupción y revolución, ellos responden con una responsabilidad de docentes en plena cátedra. De pronto, Montes de Oca mira pasar a la altura de su axila derecha, a un yumbeño agachado, este personaje se logra colar, ahora mira de frente a Pabón y a Pizarro y les comenta con tono exigente: “Ustedes hablan de corrupción, pero los corruptos están allá”, formando un ángulo de 45 grados con su mano derecha y señalando la alcaldía, como revelando un secreto.
Pabón les ordena a unos cinco rebeldes con capuchas que se dirijan a las oficinas de la Alcaldía y las incendien. Los cinco jóvenes se alistan a cumplir su tarea con entusiasmo infantil. Salen ordenados en una fila horizontal, rompen vidrios y tiran bolas de fuego hacia adentro, la Alcaldía se consume.
El profe del Colegio Mayor acaba con lo que será su despacho por dos años desde enero de 1998. Es posible que varios de los que se encargan del incendio sean algunos de sus secretarios y dirigentes cívicos.
9:00 p.m. La llegada de guerrilleros es constante y las personas que viven la toma desde el parque se han familiarizado con el ruido de la guerra. Llegan un jeep, la camioneta Toyota y un furgón en el que Montes de Oca lee “Trasteos La Cuidadosa”. Encienden motores, los hombres se suben, no sin antes cerciorarse de que todo lo que se trajo se lleve de nuevo. Los últimos en abordar son dos ‘sin cara’ que izan la bandera del M-19 en una de las astas de la esquina del parque.
9.30 p.m. La bandera quedó quieta, con el fondo de la Alcaldía ardiendo. No hay viento que la mueva ni que apague las llamas. Con francotiradores y retenes en las dos entradas de Yumbo, con tachuelas a las afueras del batallón Pichincha, el M-19 logró entrar y atacar la estación de policía en la carrera quinta con calle octava, a dos cuadras del parque Central, de un municipio sin cordilleras o zonas montañosas cercanas, ubicado a 35 minutos del batallón Codazzi, de Palmira; a veinte del Pichincha, de Cali; a una hora del Palacé, de Buga, tal y como lo reseñaron los medios de la época.
Los periodistas han quedado despistados. Agarran a un dirigente cívico a preguntas, a una de éstas él contesta: “¿Por qué se aterran que la población haya aplaudido al M-19? El olvido de los gobernantes ha sido centenario y la gente está cansada de ser pisoteada”. Luego da una lista larga de argumentos: “Tenemos 70 mil habitantes y el más alto índice de mortalidad infantil de Colombia. El más elevado grado de polución latinoamericano. De las 57 fábricas que operan en el municipio sólo unas pocas pagan impuesto de industria y comercio. Tenemos doce mil personas sin empleo, a pesar de las 541 empresas registradas aquí. Quien tiene cédula de Yumbo está vetado por temor a que sea guerrillero. Las calles están llenas de huecos; el agua del acueducto no es purificada y hay barrios que sólo la reciben un día al mes. El presupuesto es de 500 millones y se esfuman como humo, no existe gabinete municipal…”
11:00 p.m. Montes de Oca fue a su casa, se cambió de ropa, regresó al parque a esperar la ruta que lo lleva hasta Cementos del Valle, y de nuevo se dirige a su casa. En el camino se encuentra un vecino al que le cuenta. “Salí a esperar el bus pero no se veía un solo carro. Apareció un pelotón de soldados y me dijeron: ‘No vamos a responder por nadie, váyase a su casa. No hay buses’. Por eso me devolví”. Yumbo amanecerá con 42 muertos, siete subversivos, tres policías. ¿Y el resto?
Don Álvaro desiste de su idea de ir a trabajar, cuando pasa por mi casa mira unas bengalas a lo lejos, como en señal de despedida. Algunos guerrilleros han emprendido la huida hacia el río Cauca, detrás del barrio. La toma ha terminado. Yo sigo durmiendo.
* La crónica que publicamos fue escrita por Luis Fernando Riascos en su época de estudiante de Comunicación Social en la Universidad Autónoma de Occidente y publicada inicialmente en la revista de esa universidad. Tuvimos referencia de ella por intermedio de Hernán Peláez Restrepo, director de La Luciérnaga de Caracol Radio, quien hizo una crítica favorable a esta crónica.
Fotos: Daniel Jiménez, revista Cromos. Edición 3475, 21 de agosto de 1984.