Fernando Alexis Jiménez | Periodista y dirigente sugoviano
Una lluvia pertinaz cayó toda la tarde sobre la ciudad. El frío empañó los cristales y delgadas gotas de agua, dejaron surcos perpendiculares al precipitarse por la ventana. Y, como siempre, en medio de la soledad, Rebeca recordaba su tierra, su familia y, en particular, a su padre.
Era bastante adusto, algo malencarado y difícilmente sonreía. Celoso con su hija. De hecho, mandaba que un empleado la llevara y trajera del colegio y se escandalizó cuando ella le dijo, un día cualquiera, que deseaba ir a bailar como todas las compañeras de su curso.
—Estás loca…–fue lo único que le contestó antes de alejarse.
Sin embargo, Rebeca contaba a sus amigas que tenía un novio especial: alto, delgado, bien parecido y, aunque pobre, muy educado y con grandes sueños para la familia. Lo que más le gustaba de él, es que jamás cuestionaba que ella tuviera sobrepeso y que, en sus cuadernos, dejara tarjeticas que compraba en una papelería cercana.
Ella se tomaba el trabajo de conseguirlas. Ilustradas con dibujos graciosos e, invariablemente, el letrerito rojo: “Amor es…” en la parte superior izquierda.
—Esta fue la que me regaló ayer… –les mostraba a sus compañeras, que no podían creerlo. Murmuraban que, salvo una sonrisa agraciada, no tenía otro atractivo. Y no faltaba la que se lamentaba: “La suerte de las feas.”
Pero el mayor interrogante que se formulaban era qué le regalaría el novio en el día del cumpleaños. Miraban el calendario y contaban los días.
Llegó la fecha. Un martes, para ser más exactos. Y a la entrada del colegio de señoritas, con una parafernalia novelesca, dos mensajeros que trajeron un enorme ramo de rosas, de todos los colores.
—Buenos días, andamos en busca de Rebeca Zuluaga, del curso 3 de normalistas…
Los vigilantes no tuvieron necesidad de preguntar, al ver las flores y la enorme tarjeta de feliz cumpleaños.
Y llevaron el encargo justo hasta el salón de clases. La profesora de álgebra, interrumpió la clase y con sorpresa y algo de admiración, permitió que Rebeca recibiera su regalo. La envidia carcomía a sus compañeras. No hacían otra cosa que preguntarse qué clase de novio era aquél, que tenía un detalle tan encantador.
De regreso a casa, Rebeca llevó el ramo en taxi. Lo pagó su padre, quien, enarcando las cejas, con intriga y enojo, la interrogó alrededor de las rosas. Luego vio la tarjeta y le recriminó:
—No quiero que andes con esos cuentos de novio… Debes estudiar.
Rebeca, que desconocía quién era el autor de esa galantería inesperada, conservo el ramo por varios días, aprovechando que la fragancia invadía el ambiente, incluso hasta en los rincones y resquicios más insospechados.
Por mucho tiempo, en la soledad de su habitación, se preguntó quién sería el admirador secreto.
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Habían pasado tres años de la muerte de su padre cuando Rebeca decidió invadir la oficina que permaneció cerrada, como si se tratara de un santuario. Olía a alcanfor y uno que otro ambientador que usaban en casa.
Y no pudo resistirse. Esculcó todo. Por último, una agenda marrón, que él siempre llevaba consigo. Y al pasar las hojas, cayó al suelo una factura. Era de una floristería. De un ramo gigante. Y el valor de ese encargo.
Cayó en cuenta, entonces, que su padre le hizo el regalo para sustentar su fantasía del noviazgo y que ella, el día de su cumpleaños, se sintiera feliz.
Seguía lloviendo sobre la ciudad, y Rebeca recordaba a su padre.
—Me haces falta, papá—murmuró, reconociendo que jamás se tomó el tiempo de conocerlo, aunque él si la conocía, y bastante…
Dedicado a una gran amiga, a quien admiro, después de tres tazas de café, una tarde en la que soñamos con un país diferente, donde los niños no vendan dulces junto a los semáforos, particularmente chocolates que se derriten con el calor del mediodía…
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