Por siempre permanecerán en nuestra memoria quienes fueron heridos o asesinados durante el estallido social. Su único delito era procurar un cambio para Colombia.
Jaime Báteman Cayón solía repetir que “La revolución es una fiesta”, y Carlos Pizarro Leongómez, tenía en el campamento de Santo Domingo, en Toribío (Cauca) un reproductor con música metal y de salsa que reposaba junto con su fusil. Vivir la alegría de la vida, sin perder de vista que se deben impulsar los cambios.
Lucas Villa, el líder social asesinado durante el estallido popular del 2021, encarnó a los jóvenes convencidos de que el país necesita una profunda transformación y promover reformas que reduzcan la brecha de pobreza que registra Colombia.
En medio de una protesta en el puente de Dosquebradas, Risaralda, recibió varios disparos. Fue el 11 de mayo de 2021. Un miércoles fatídico, aunque todo alrededor parecía un carnaval con pitos, tambores y saltimbanquis expresando culturalmente su inconformidad. Lucas era dirigente estudiantil de la Universidad Tecnológica de Pereira. Cursaba la carrera de Ciencias del Deporte y la Recreación.
Una de las imágenes que difundieron los noticiarios del mundo entero al dar cuenta de ese crimen aleve, fue la de Lucas bailando en las calles, durante una de las marchas. Sus ojos expresaban gozo y su sonrisa era tan grande y prolongada, como los recuerdos agradables que almacenamos en la vida. “Le gustaba la música, reírse y cada día para él era como una fiesta”, relató doña Nora Estella, la madre del joven.
Dos personas fueron capturadas como autoras materiales del homicidio, pero jamás se supo quiénes fueron los autores intelectuales. Quizá los más importantes. Permanecen en el anonimato, probablemente reclamando que el país vuelva a su historia del pasado.
Como solía repetir el padre Alzate, el eterno párroco de Barragán, corregimiento de la parte alta de Tuluá: “No nos digamos mentiras, las “fuerzas oscuras” son los mismas que portan uniforme camuflado y botas de guerra, con etiqueta oficial. Lo único que hacen es cambiarse de brazalete al caer la noche, para cometer sus fechorías. Solamente le ponen tres iniciales: AUC.” Por supuesto, los paramilitares lo sacaron “chontiao” bajo amenazas. Fui parte de la comisión humanitaria que lo ayudó a salir de la zona.
LAS CIFRAS DOLOROSAS
Durante el estallido social—de acuerdo con las cifras oficiales— se estima que murieron 34 personas, aun cuando diversos observatorios sobre la violencia, advierten que fueron más de 100.
Alrededor de 3400 personas, principalmente jóvenes, fueron hospitalizadas, 17 sufrieron mutilaciones y 82 perdieron los ojos como consecuencia de las balas de goma disparadas por las fuerzas del orden contra el rostro de los manifestantes.
No los olvidamos. Están en nuestra memoria. Su sangre regó el surco de una Colombia nueva, que se abre paso con dificultades porque la “gente de bien” que ha mantenido nuestro territorio sumido en la pobreza, no quiere perder ni el poder ni los privilegios.
Los colombianos no podemos olvidar ese momento aciago. Ojalá y no tengamos que repetir la historia en búsqueda de una transformación. Que la democracia prime y las necesidades de la gente estén en la agenda de los gobernantes y los legisladores.
Anhelamos la paz. Es un sueño que acariciamos muchos; pero una paz con justicia social. Una paz donde haya menos pobres y más oportunidades de empleo. Una paz donde volvamos a sonreís con esperanza.
Y aun cuando los líderes sindicales y sociales sabemos que una arremetida de la derecha viene de la mano con la posibilidad de “darnos piso”, ponernos a “oler a gladiolo” o en palabras castizas, que nos obliguen a “estrenar lápida”, seguimos soñando con ese cambio y con esa paz. Repetimos como el mítico Ernesto del Che Guevara: “Bienvenida la muerte donde quiera que nos encuentre, siempre y cuando no traicionemos nuestra lucha.”
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