Cuando murió, no quiso darse por enterado y tres días después estaba empecinado en visitar a su amigo Carlos, al caer la tarde del domingo, para hablar de política, fútbol y mujeres, que siempre fueron sus temas preferidos en las tertulias.
Él le abrió la puerta y quedó atónito. El viernes había estado en el sepelio y lo acompañó hasta ese momento doloroso y único cuando lo sepultaron mientras que su esposa pensaba en lo que heredaría; los hijos, en el futuro incierto que se avecinaba y, la madre, en la pérdida irreparable de su hijo.
Regresó a casa con esa sensación de vacío que no se puede explicar con palabras. Desechó ver el noticiero de televisión porque, al menos ese día, nada le importaba. Había partido su amigo de siempre. “En la eternidad nos vemos”, murmuró al recordar cuando se conocieron en el colegio, los días de fútbol al salir de la universidad, las largas caminatas por la calle quinta hasta llegar al centro de Cali y terminar la jornada bebiendo gaseosa. “Nos regresamos en bus. Caminando, ni pensarlo”, coincidían los dos, rendidos por el cansancio después de recorrer la ciudad de extremo a extremo.
Ahora lo tenía enfrente. Alto, imponente, sonriendo, cubriendo el marco de la puerta.
–¿No me invitas a entrar?–, le preguntó.
–Claro, claro. Simplemente que me sorprende verte; no te esperaba.
No sintió miedo, más bien esa amalgama extraña de alegría y una enorme sorpresa que le revolvía el estómago. Como consecuencia, no sabía qué ofrecerle. Es más, no sabía si se trataba de un sueño, de una visión o de una pesadilla.
Lo que temió es que llegara su esposa. Ella se encontraba a esa hora en un centro comercial. De llegar y verlo en casa, reaccionaría con gritos.
–Siéntate…–atinó a decirle, sin saber qué hacer. –¿Qué vas a tomar?
–Un tinto, si hay.
–Sí, claro. —Carlos se preguntaba qué ocurriría cuando comenzara a beberse el café. “No podrá, y comprobará que está muerto. Sería terrible.”, pensó.
Minutos después estaban hablando de todo. Él insistió en ir al baño; ni siquiera se había tomado un sorbo del cafecito que reposaba en la mesa. Y fue en ese instante cuando Carlos cayó en cuenta. Si pasaba frente al espejo, al ver que no se reflejaba, descubriría que estaba muerto y el impacto sería devastador.
Por eso, con el pretexto de guiarlo, quiso interponerse para que él no mirara al espejo, que curiosamente, era uno de los objetos que más llamaban la atención en la sala de estar.
–No te preocupes, sé dónde se encuentra el baño. Podría ubicarlo con los ojos cerrados. Conozco tu casa tanto como la mía–, le dijo con era ironía que lo caracterizaba cuando quería ponerle picante a alguna situación.
Él, que no se consideraba creyente, comenzó a pedirle a Dios que su amigo no descubriera que ya no era parte de este mundo, y aprovechando que estaba dentro, llamó a su hermana y en voz baja le contó el asunto.
–Debes estar soñando–, le dijo ella al otro lado de la línea.
–No, es real. Él está aquí
–Pues entonces, dile que se vaya. Tal vez lo que está haciendo es recoger los pasos.
De nuevo sentados, hicieron un recorrido rápido por la política del país. Analizaron las posibilidades de los candidatos. Carlos se sorprendía al comprobar su lucidez.
Pasaban las siete de la noche cuando le anunció que se iba.
–Mañana debo madrugar al trabajo. Voy a descansar. Si me demoro, Lucía se enoja. Sabes cómo es ella.–, se disculpó.
Lo último que recuerda Carlos, es verlo en el umbral. Se despidió con una sonrisa, como siempre.
–Nos vemos después, para que hablemos–, le dijo.
Sentado, atónito, Carlos no sabía qué hacer. Así lo encontró su esposa. Estaba pálido, con la mirada perdida en el infinito.
–¿Te ocurre algo?
–Nada, estoy bien–, respondió sin entrar en detalles.
Al día siguiente, la primera llamada que hizo fue a Lucía. Le preguntó cómo se encontraba.
–Ya imaginarás, triste. No me resigno a la muerte de mi marido y debo empezar las vueltas por aquello de las propiedades… ¡Cuánta falta me hace! (Escrito por Fernando Alexis Jiménez)
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