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NOSOTROSCONTACTO 03 Oct, 2024

Svetlana Alexiévich y su novela “Los muchachos de zinc”

La guerra de Afganistán duró el doble que la segunda guerra mundial, pero sólo sabemos de ella lo poco que resulta seguro que sepamos de ella. Ya no es ningún secreto que cada año, durante diez años, 100.000 soldados de las tropas soviéticas fueron a luchar en Afganistán. Oficialmente, 50.000 hombres resultaron muertos o heridos. Se puede creer esa cifra si se quiere. Todo el mundo sabe cómo hacemos las sumas. Aún no hemos acabado de contar ni de enterrar a todos los que murieron en la segunda guerra mundial.
Svetlana Alexiévich - Escritora

Ensayo de la escritora bielorusa y premio Nobel, Svetlana Alexiévich , publicado originalmente en la Revista Granta en español

Publicado originalmente en la revista literaria Granta


En 1986 decidí no volver a escribir sobre la guerra. Después de acabar mi libro La guerra no tiene rostro de mujer, durante mucho tiempo no pude soportar ver a un niño a quien le sangrase la nariz. Supongo que cada uno de nosotros tiene una determinada capacidad de protección contra el dolor; la mía se había agotado.

            Dos acontecimientos me hicieron cambiar de opinión.

            Iba conduciendo hacia un pueblo y recogí a una niña por el camino. Había ido a comprar a Minsk y llevaba una bolsa de la que sobresalían cabezas de pollos. En el pueblo nos recibió su madre, llorando junto a la verja del jardín. La niña corrió hacia ella.

            La madre había recibido una carta de su hijo Andréi. La carta tenía remite de Afganistán.

            —Lo traerán como trajeron a Iván el de Fiodorina —dijo—, y cavarán una tumba para meterlo dentro. Mira lo que escribe: «Mamá, ¿no es estupendo? ¡Soy paracaidista…!».

            Y después hubo otro episodio. En la zona de espera medio vacía de la estación de autobuses de la ciudad había un oficial del Ejército sentado con una maleta. A su lado, un muchacho delgado con corte de pelo militar escarbaba con un tenedor en el tiesto de una planta de plástico. Dos mujeres de campo se sentaron al lado de los hombres y les preguntaron quiénes eran. El oficial les contestó que estaba escoltando a casa a un soldado raso que se había vuelto loco.

            —Lleva escarbando desde que salimos de Kabul con cualquier cosa que cae en sus manos: una pala, un tenedor, un palo, una pluma.

            El muchacho alzó la mirada. Tenía las pupilas tan dilatadas que parecían cubrirle los ojos enteros.

            Y en esa época la gente seguía hablando y escribiendo sobre nuestro deber internacionalista, los intereses del Estado, nuestras fronteras al sur. La censura se encargaba de que los informes de la guerra no mencionasen a nuestras víctimas mortales. Sólo se oían rumores de notificaciones de fallecimientos que llegaban a cabañas en zonas rurales y de ataúdes de zinc reglamentarios que entregaban en viviendas prefabricadas. No tenía intención de volver a escribir sobre la guerra, pero me vi inmersa en una.

            Durante los tres años siguientes hablé con muchas personas en mi país y en Afganistán. Cada confesión era como un retrato. No son documentos, son imágenes. Intentaba presentar una historia de los sentimientos, no la historia de la guerra misma. ¿Qué pensaban las personas? ¿Qué las hacía felices? ¿Cuáles eran sus miedos? ¿Qué permanecía en su memoria?

            La guerra de Afganistán duró el doble que la segunda guerra mundial, pero sólo sabemos de ella lo poco que resulta seguro que sepamos de ella. Ya no es ningún secreto que cada año, durante diez años, 100.000 soldados de las tropas soviéticas fueron a luchar en Afganistán. Oficialmente, 50.000 hombres resultaron muertos o heridos. Se puede creer esa cifra si se quiere. Todo el mundo sabe cómo hacemos las sumas. Aún no hemos acabado de contar ni de enterrar a todos los que murieron en la segunda guerra mundial.

            En el relato que sigue no he mencionado los nombres reales de las personas. Algunas pidieron que sus testimonios fueran confidenciales; respecto de otras, no considero que pueda exponerlas a una caza de brujas. Vivimos todavía tan cerca de la guerra que no hay escondite alguno para nadie.

            Una noche dormía cuando sonó el teléfono.

            —Escucha —empezó a decir una voz de hombre sin identificarse—, he leído tu basura. Si publicas siquiera una palabra más…

            —¿Quién es usted?

            —Uno de los tipos sobre los que escribes. ¡Dios, cómo detesto a los pacifistas! ¿Alguna vez has subido una montaña con todo el equipo de marcha a cuestas? ¿Has estado dentro de un transporte blindado de tropas a setenta grados? Y una mierda has estado. ¡Vete a tomar por culo! ¡Es nuestra! No tiene nada que ver contigo, ¡joder!

            Le pregunté otra vez quién era.

            —¡Venga ya! ¿No? Mi mejor amigo, era como mi hermano, y lo traje metido en una bolsa de celofán después de un ataque. Lo habían despellejado, le habían cortado la cabeza, los brazos, las piernas, la polla, todo amputado… Él podía haber escrito sobre eso, pero tú no. La verdad estaba dentro de ese saco de celofán. ¡Que os jodan a todos! —colgó; el sonido en el auricular fue como una explosión.

            Podría haber sido mi testigo más importante.

Una esposa

            —No te preocupes si no recibes cartas —escribió—. Sigue escribiendo a la dirección anterior.


El ataúd era demasiado pequeño y olía mal. No me podía inclinar para besarlo. Así es cómo me devolvieron a mi marido. Me arrodillé delante de lo que una vez fue lo que más quise en el mundo.

            Después nada durante dos meses. Nunca me imaginé que estuviese en Afganistán. Estaba preparando las maletas para ir a verlo en su nuevo destino.

            No escribía nada sobre una guerra. Decía que se estaba poniendo moreno y que iba de pesca. Envió una foto de él sentado sobre un burro, con las rodillas en la arena. No me enteré de que estaba en una guerra hasta que vino a casa de permiso. Nunca solía mimar demasiado a nuestra hija, nunca mostraba ningún sentimiento paternal, quizá porque fuese pequeña. Ahora, cuando volvía, se pasaba las horas sentado mirándola, con unos ojos tan tristes que daban miedo. Por las mañanas se levantaba y la acompañaba a la guardería, le gustaba llevarla a hombros. Por la tarde la recogía. De vez en cuando íbamos al teatro o al cine, pero lo único que de verdad quería era quedarse en casa.

            Todo el cariño le parecía poco. Le molestaba hasta el tiempo que pasaba arreglándome para ir al trabajo o preparándole la cena en la cocina.

            —Siéntate aquí conmigo. Olvídate hoy de las chuletas. Pídete unos días libres mientras esté en casa.

            Cuando llegó la hora de que cogiese el avión, lo perdió adrede para que tuviésemos dos días más. La última noche fue tan bueno que me puse a llorar. Se me caían las lágrimas, y él no decía nada, sólo me miraba y me miraba. Luego dijo:

            —Tamara, si alguna vez estás con otro hombre, no olvides esto.

            —¡No digas tonterías! —le respondí—. Jamás te matarán. Te quiero demasiado para que puedan hacerlo.

            —Déjalo —me dijo riendo—. Ya no soy ningún niño.

            Hablamos de tener más hijos, pero dijo que no quería más por ahora.

            —Cuando vuelva, puedes tener otro. ¿Cómo te las ibas a arreglar tú sola?

            Cuando no estaba me acabé acostumbrando a la espera, pero si veía un coche fúnebre por la calle, me sentía enferma, y quería gritar y llorar. Iba corriendo a casa y me ponía a rezar de rodillas, delante de donde estaba colgado el ícono.

Svletana escribe bastante sobre la guerra, pero, también, sobre la tragedia de Chernóbil donde explotó un reactor nuclear.

            —¡Sálvamelo, Dios! No dejes que muera.

Fui al cine el día que sucedió. Me senté allí, mirando a la pantalla sin ver nada. Tenía los nervios de punta. Era como si estuviese haciendo esperar a alguien o hubiera un lugar al que tuviese que ir. Apenas aguanté hasta el final de la película. Si lo pienso, creo que debió de ser durante la batalla.

            Pasó una semana antes de que me llegase ninguna noticia. Durante toda esa semana, si empezaba a leer un libro lo tenía que dejar. Incluso recibí dos cartas suyas. Normalmente me habría puesto contentísima, las habría besado, pero esta vez sólo me hicieron preguntarme cuánto tiempo más iba a tener que esperarlo.

            El noveno día después de que lo mataran, me llegó un telegrama a las cinco de la mañana. Lo metieron por debajo de la puerta. Era de sus padres: «Ven. Petia muerto.». Grité tanto que desperté al bebé. No tenía ni idea de qué debía haber ni adónde ir. No tenía dinero. Envolví a nuestra hija en una manta roja y salí a la calle. Era demasiado temprano para que pasaran autobuses, pero un taxi se paró.

            —Necesito ir al aeropuerto —le dije al taxista.

            Me respondió que estaba acabando su turno y cerró la puerta.

            —Han matado a mi marido en Afganistán.

            Salió del coche sin decir una palabra, y me ayudó a entrar. Me llevó a la casa de una amiga, que me dejó dinero. En el aeropuerto dijeron que no quedaban billetes para Moscú, y a mí me daba miedo sacar el telegrama del bolso para enseñárselo. Tal vez todo fuese un error. No dejaba de decirme a mí misma que si seguía pensando que estaba vivo, lo estaría. Estaba llorando y todo el mundo me miraba. Me pusieron en un avión de carga que llevaba un cargamento de maíz a Moscú; desde allí cogí una conexión a Minsk. Aún me quedaban 150 kilómetros hasta Staryia Darogui, donde vivían los padres de Petia. Ninguno de los taxistas quería conducir hasta allí, por mucho que rogase y suplicase. Por fin llegué a Staryia Darogui a las dos de la mañana.

            —¿Tal vez no sea verdad?

            —Es verdad, Tamara, es verdad.

            Por la mañana fuimos al comisariado militar. Fueron muy formales. «Se le notificará cuando llegue.» Esperamos dos días antes de llamar al comisariado militar provincial de Minsk. Nos dijeron que sería mejor que fuésemos nosotros a recoger el cuerpo de mi marido. Cuando llegamos a Minsk, el funcionario nos dijo que lo habían enviado por error a Baránavichi. Baránavichi distaba otros cien kilómetros y cuando llegamos al aeropuerto ya era después del horario laboral; no había nadie más que un vigilante nocturno en su garita.

            —Hemos venido a recoger…

            —Por ahí. —Señaló hacia un rincón a lo lejos—. Miren si esa caja es suya. Si lo es, pueden llevársela.


No tenía ni idea de cómo matar. Antes del ejército era ciclista de carreras. Jamás había visto ni siquiera una pelea de navajas de verdad, y aquí estaba yo, en la parte trasera de un transporte blindado de tropas. Nunca antes me había sentido así: poderoso, fuerte y seguro.

            Fuera había una caja sucísima con letras garabateadas en tiza en las que se leía: «Teniente primero Dóvnar». Arranqué una tabla del lugar del ataúd donde debería haber una abertura. Tenía la cara entera, pero yacía ahí, sin afeitar, y nadie lo había lavado. El ataúd era demasiado pequeño y olía mal. No me podía inclinar para besarlo. Así es cómo me devolvieron a mi marido. Me arrodillé delante de lo que una vez fue lo que más quise en el mundo.

El suyo fue el primer ataúd que regresó a mi pueblo natal, Yazyl. Todavía recuerdo el terror en los ojos de la gente. Cuando lo enterramos, antes de que pudiesen subir las bandas con las que lo habían bajado, se oyó un trueno espantoso. Recuerdo el granizo crujiendo bajo los pies como gravilla blanca.

            No hablé mucho con su padre y su madre. Pensaba que su madre me odiaba porque yo estaba viva y él muerto. Pensaba que me volvería a casar. Ahora me dice:

            —Tamara, te tendrías que haber casado otra vez.

            Pero entonces tenía miedo de mirarla a los ojos. Al padre de Petia casi se le fue la cabeza.

            —¡Hijos de puta! ¡Meter a un muchacho así en su tumba! ¡Lo han asesinado!

            Mi suegra y yo intentamos decirle que le habían dado una medalla a Petia, que necesitábamos Afganistán para proteger nuestras fronteras al sur, pero no quiso oírnos. —¡Hijos de puta! ¡Lo han asesinado!

            La peor parte vino después, cuando tuve que hacerme a la idea de que ya no tenía nada ni nadie a quien esperar. Me despertaba aterrorizada, empapada en sudor, pensando que Petia volvería y no sabría dónde vivían ahora su mujer y su hija. Todo lo que me quedaba eran recuerdos de buenos momentos.

            El día que nos conocimos, bailamos juntos. El segundo día fuimos a dar un paseo en el parque, y al siguiente me pidió matrimonio. Yo ya estaba comprometida y le dije que la solicitud estaba en la oficina del registro. Se fue y me escribió en letras enormes que ocupaban toda la página: «¡Aaaaaargh!».

            Nos casamos en invierno, en mi pueblo. Fue divertido y precipitado. El día de la Epifanía, cuando la gente adivina su futuro, tuve un sueño que le conté a mi madre por la mañana.

            —Mamá, veía a un muchacho guapísimo. Estaba de pie sobre un puente, y me llamaba. Llevaba el uniforme de soldado, pero cuando me acercaba a él comenzaba a alejarse hasta que desaparecía por completo.

            —No te cases con un soldado. Te quedarás sola —me dijo mi madre.

            Petia tenía un permiso de dos días.

            —Vamos a la oficina del registro —me propuso antes de cruzar la puerta siquiera.

            Nos echaron una ojeada en el sóviet del pueblo y nos dijeron:

            —¿Por qué esperar dos meses? Id y traed el brandy. Nosotros haremos el papeleo.

            Una hora más tarde éramos marido y mujer. Fuera azotaba una ventisca.

            —Novio, ¿dónde está el taxi para su flamante esposa?

            —¡Un segundo! —Salió y paró para mí un tractor bielorruso.

            Durante años soñé que subíamos a ese tractor, conduciendo por la nieve.

            La última vez que Petia vino a casa se encontró el piso cerrado con llave. No había enviado un telegrama para avisarme de que venía, y yo había ido a casa de una amiga a celebrar su cumpleaños. Cuando llegó a la puerta y oyó la música y vio a todo el mundo feliz y riendo, se sentó en un taburete y lloró. Vino a buscarme al trabajo todos los días durante su permiso.

            —Cuando vengo a verte al trabajo me tiemblan las rodillas como si tuviésemos una cita —me decía.

            Recuerdo que un día fuimos a nadar juntos. Nos sentamos en la orilla e hicimos un fuego. Me miró y me dijo:

            —No te puedes ni imaginar hasta qué punto no quiero morir por el país de otros.

Yo tenía veinticuatro años cuando murió. En esos primeros meses me habría casado con cualquier hombre que me quisiera. No sabía qué hacer. La vida seguía a mi alrededor igual que antes. Uno se construía una dacha, otro se compraba un coche; alguien tenía un piso nuevo y necesitaba una alfombra o una hornilla para la cocina. En la última guerra todo el mundo estaba desconsolado, el país entero. Todo el mundo había perdido a alguien, y sabían por qué lo habían perdido. Todas las mujeres lloraban juntas. Hay cien personas en la escuela de hostelería donde trabajo y yo soy la única que ha perdido a su marido en una guerra de la que los demás sólo saben por los periódicos. Cuando los oí por primera vez decir en televisión que la guerra de Afganistán había sido una vergüenza nacional, me entraron ganas de romper la pantalla. Ese día perdí a mi marido por segunda vez.

Un soldado raso

El único adiestramiento que recibimos antes de prestar juramento fue llevarnos dos veces al campo de tiro. La primera vez que fuimos nos repartieron nueve cartuchos a cada uno; la segunda vez, todos lanzamos una granada.

            Nos pusieron en fila en la plaza y leyeron la orden en voz alta.

            —Iréis a la República Democrática de Afganistán a cumplir con vuestro deber internacionalista. Si hay alguien que no quiera ir, que dé dos pasos al frente.

            Tres muchachos los dieron. El comandante de la unidad los devolvió a la fila empujándolos con la rodilla en el trasero.

            —Era sólo para comprobar la moral.

            Nos dieron víveres para dos días y un cinturón de cuero, y nos marchamos. Nadie dijo una palabra. El vuelo pareció durar una eternidad. Vi las montañas a través de la ventanilla del avión. ¡Precioso! Eran las primeras montañas que veíamos, éramos todos de cerca de Pskov, donde sólo hay bosques y claros. Nos bajamos en Shindand. Recuerdo la fecha: 19 de diciembre de 1980.

            Me echaron un vistazo.

            —Metro ochenta: compañía de reconocimiento. Les vienen bien muchachos de tu tamaño.

            Fuimos a Herat a construir un campo de tiro. Cavamos y cargamos piedras para los cimientos. Puse las tejas de un tejado e hice algo de carpintería. Algunos de nosotros no habíamos disparado ni una sola vez antes de la primera batalla. Teníamos hambre todo el tiempo. Había dos cubas de cincuenta litros en la cocina: una para sopa, la otra para puré de patata o gachas de cebada. Teníamos una lata de caballa para cuatro, y la etiqueta decía: «Fecha de fabricación: 1956. Consumir antes de 18 meses». En año y medio, la única vez que no tuve hambre fue cuando estuve herido. El resto del tiempo lo pasabas pensando en la manera de conseguir algo de comer. Teníamos tantísimas ganas de fruta que nos colábamos en los huertos de los afganos a sabiendas de que nos dispararían. Les pedíamos a nuestros padres que nos enviasen ácido cítrico en las cartas para que pudiésemos disolverlo en agua y bebérnoslo. Era tan agrio que nos quemaba el estómago.


El 29 de agosto decidí que se había acabado el verano. Le compré a Sasha un traje nuevo y un par de zapatos, que todavía hoy siguen en el armario. Al día siguiente, antes de irme al trabajo, me quité los pendientes y el anillo. Por alguna razón no soportaba llevarlos. Ese fue el día en que lo mataron.

Antes de nuestra primera batalla tocaron el himno nacional soviético. El comandante político adjunto nos dio una charla. Recuerdo que dijo que nos habíamos anticipado a los americanos sólo por una hora, y todo el mundo nos esperaba en casa para recibirnos como héroes.

            No tenía ni idea de cómo matar. Antes del ejército era ciclista de carreras. Jamás había visto ni siquiera una pelea de navajas de verdad, y aquí estaba yo, en la parte trasera de un transporte blindado de tropas. Nunca antes me había sentido así: poderoso, fuerte y seguro. Las colinas de repente parecían bajas, las acequias pequeñas, los árboles pocos y alejados entre sí. Después de media hora estaba tan relajado que me sentía como un turista que observaba un país extranjero.

            Pasamos por encima de una zanja sobre un puentecito de barro: recuerdo mi asombro de que pudiese aguantar el peso de varias toneladas de metal. De repente hubo una explosión, el transporte de delante había recibido un impacto directo de un lanzagranadas. Ya estaban llevándose a hombres que conocía como animales de peluche, con los brazos colgando. No lograba entender este espantoso nuevo mundo. Proyectamos todos nuestros morteros hacia el lugar desde donde habían llegado los disparos, varios morteros hacia cada hacienda. Después de la batalla, raspamos con cucharas los restos de nuestros propios hombres de la placa de blindaje. No había discos de identificación para las víctimas mortales; supongo que pensarían que podían caer en las manos equivocadas. Era como en la canción: «Nuestra dirección no es una casa o una calle. Nuestra dirección es la Unión Soviética». Así que simplemente extendimos una lona sobre los cuerpos, una «fosa común». La guerra ni siquiera se había declarado; estábamos luchando en una guerra que no existía.

Una madre

Me senté junto al ataúd de Sasha y dije:

            —¿Quién es? ¿Eres tú, hijo? —seguí repitiendo una y otra vez—: ¿Eres tú?

            Decidieron que se me había ido la cabeza. Más tarde quise saber cómo había muerto mi hijo. Fui al comisariado militar y el comisario empezó a gritarme, me dijo que la muerte de mi hijo era un secreto de Estado, que no debería ir por ahí contándoselo a todo el mundo.

            Mi hijo estaba en la división paracaidista de Vítebsk. Cuando fui a verlo prestar juramento, no lo reconocí; parecía tan alto.

            —Eh, ¿cómo es que tengo una madre tan pequeña?

            —Es que te echo de menos y he dejado de crecer.

            Se inclinó y me dio un beso, y alguien hizo una foto. Es la única foto que tengo con él de soldado.

            Después del juramento tenía unas cuantas horas de tiempo libre. Fuimos al parque y nos sentamos en la hierba. Se quitó las botas porque tenía los pies llenos de ampollas y le sangraban. El día anterior, su unidad había participado en una marcha forzada de cincuenta kilómetros; no había botas del 46, así que le dieron unas del 44.

            —Teníamos que correr con mochilas llenas de arena. ¿Qué te parece? ¿En qué puesto llegué?

            —Con esas botas, probablemente el último.

—Te equivocas, mamá. Llegué el primero. Me quité las botas y corrí. Y no derramé arena como otros.

            Esa noche dejaron a los padres dormir dentro de la unidad, sobre esterillas extendidas en el polideportivo, pero no nos acostamos hasta bien entrada la noche; en vez de eso, deambulamos por los barracones donde dormían nuestros hijos. Tenía la esperanza de poder verlo cuando fuesen a hacer los ejercicios matutinos, pero todos iban corriendo con camisetas de tirantes a rayas idénticas y se me escapó, no alcancé a verlo fugazmente una última vez. Todos iban al baño en fila, en fila hacían ejercicio, en fila iban al comedor. No les dejaban hacer nada solos porque, cuando los muchachos se enteraron de que los destinaban a Afganistán, uno se ahorcó en el baño y otros dos se cortaron las venas. Estaban bajo vigilancia.

            Su segunda carta comenzaba: «Saludos desde Kabul…». Grité tan fuerte que los vecinos vinieron corriendo. Era la primera vez desde que nació Sasha que lamentaba no haberme casado y no tener a nadie que me cuidara.

            Sasha solía burlarse de mí.

            —¿Por qué no te casas, mamá?

            —Porque te pondrías celoso.

            Se reía y no decía nada. Íbamos a vivir juntos durante mucho, mucho tiempo.

            Recibí unas cuantas cartas más y después hubo silencio, un silencio tan largo que decidí escribir al comandante de su unidad. Sasha me respondió de inmediato: «Mamá, por favor no vuelvas a escribir al comandante. No he podido escribirte. Me picó una avispa en la mano. No quise pedirle a nadie que escribiese, porque te hubieses preocupado al ver una letra distinta». Enseguida supe que estaba herido y, entonces, si pasaba tan siquiera un día sin una carta suya me fallaban las piernas. Una de sus cartas fue muy alegre.

            «¡Hurra, hurra! Hemos escoltado una columna que volvía a la Unión. Los acompañamos hasta la frontera. No nos permitieron avanzar más, pero al menos pudimos divisar nuestra patria a lo lejos. Es el mejor país del mundo.»

            En su última carta escribió: «Si aguanto el verano, volveré».

            El 29 de agosto decidí que se había acabado el verano. Le compré a Sasha un traje nuevo y un par de zapatos, que todavía hoy siguen en el armario. Al día siguiente, antes de irme al trabajo, me quité los pendientes y el anillo. Por alguna razón no soportaba llevarlos. Ese fue el día en que lo mataron.

Cuando trajeron el ataúd de zinc a la habitación, me eché encima de él y lo medí una y otra vez. Un metro, dos metros. Él medía dos metros de alto. Lo medí con mis manos para asegurarme de que el ataúd era del tamaño adecuado para él. Estaba precintado, así que no pude besarlo por última vez, o tocarlo, ni siquiera sabía lo que llevaba puesto, hablaba simplemente con el ataúd, como una loca.

            Dije que quería escoger yo misma su lugar en el cementerio. Me pusieron dos inyecciones, y fui hasta allí con mi hermano. Había tumbas «afganas» en la avenida principal.

            —Pongan a mi hijo aquí también. Estará más contento entre sus amigos.

            No recuerdo quién estaba allí con nosotros. Algún funcionario. Negó con la cabeza.

            —No nos permiten enterrarlos juntos. Tienen que estar repartidos por el cementerio.

            Dicen que se dio un caso en el que trajeron un ataúd a una madre, lo enterró y un año después su hijo regresó con vida. Sólo estaba herido. Nunca vi el cuerpo de mi hijo, ni le di un beso de despedida. Sigo esperando.

Una enfermera

Todos los días que pasaba allí me decía a mí misma que era tonta por venir. Sobre todo por la noche, cuando no había ningún trabajo que hacer. Todo lo que pensaba durante el día era: «¿Cómo puedo ayudarlos?». No podía creer que alguien fabricase las balas que estaban usando. ¿De quién había sido la idea? La punta de entrada era pequeña, pero dentro desgarraban y hacían pedazos sus intestinos, su hígado, su bazo. Como si no bastase con matarlos o herirlos, tenían que hacerles pasar también por ese martirio. Siempre llamaban a gritos a sus madres cuando sentían dolor o tenían miedo. Nunca los oí llamar a otra persona.

            Nos dijeron que era una guerra justa. Estábamos ayudando al pueblo afgano a acabar con el feudalismo y a construir una sociedad socialista. De alguna forma no encontraron el momento de decirnos que estaban matando a nuestros hombres. Durante todo el primer mes que estuve allí tiraban sin más los brazos y piernas amputados de nuestros soldados y oficiales, y hasta sus cuerpos, justo al lado de las tiendas del campamento. Era algo que me hubiese costado creer si lo hubiese visto en películas sobre la guerra civil. Entonces no había ataúdes de zinc: aún no habían tenido tiempo de fabricarlos.

            Dos veces por semana teníamos adoctrinamiento político. No paraban de hablar de nuestra misión sagrada, y de cómo la frontera debía ser inviolable. Nuestra superior nos ordenaba que informásemos de todos los soldados heridos, de todos los pacientes. Lo llamaban seguimiento del estado de la moral: ¡el ejército tenía que gozar de buena salud! No debíamos sentir compasión. Pero sí que sentíamos compasión: era lo único que hacía que todo tuviese sentido.


Un responsable de prensa de un regimiento

Comenzaré por el instante en que todo se vino abajo.

            Avanzábamos por Jalalabad y vimos a una niña de unos siete años de pie al borde del camino. Tenía un brazo casi arrancado que pendía sólo de un hilo, como si fuese una muñeca de trapo destrozada. Tenía los ojos oscuros, como aceitunas, y me miraban fijamente. Salté del vehículo para cogerla en brazos y llevársela a nuestras enfermeras, pero ella dio un brinco hacia atrás, aterrorizada y gritando como un animalito.

Todavía dando gritos huyó corriendo, con el bracito colgando, parecía que se le iba a despegar del todo. Corrí gritando detrás de ella, la alcancé y la apreté contra mí mientras la acariciaba. Ella mordía y arañaba, toda temblorosa, como si la hubiese atrapado algún animal salvaje. No fue hasta ese momento que la idea se me pasó por la cabeza: no creía que quisiera ayudarla, pensaba que quería matarla. La forma en que huyó corriendo, la forma en que temblaba y el miedo que me tenía son cosas que nunca olvidaré.


Nos dijeron que era una guerra justa. Estábamos ayudando al pueblo afgano a acabar con el feudalismo y a construir una sociedad socialista. De alguna forma no encontraron el momento de decirnos que estaban matando a nuestros hombres.

            Había partido rumbo a Afganistán con los ojos centelleantes de idealismo. Me habían contado que los afganos me necesitaban, y yo me lo había creído. El tiempo que pasé allí jamás soñé con la guerra, pero ahora todas las noches vuelvo a correr detrás de esa niña de ojos aceitunados, con el bracito colgando como si se le fuese a despegar de un momento a otro.

Allá fuera tenías sentimientos muy distintos por tu país. «La Unión» la llamábamos. Parecía que teníamos algo grande y poderoso a nuestras espaldas, algo que siempre nos defendería. Recuerdo, sin embargo, que una tarde después de una batalla —en la que hubo bajas, hombres muertos y hombres gravemente heridos— enchufamos el televisor para olvidarnos de eso, para ver qué ocurría en la Unión. Habían construido una nueva fábrica colosal en Siberia; la reina de Inglaterra había ofrecido un banquete en homenaje a una personalidad; unos jóvenes de Vorónezh habían violado a dos escolares porque les había dado por ahí; habían matado a un príncipe en África. El país seguía a lo suyo y nos sentimos totalmente inútiles. Alguien tuvo que apagar el televisor antes de que lo destrozáramos a tiros.

            Era una guerra de madres. Ellas estaban en todo el meollo. La gente en general no sufría, no se enteraba de lo que pasaba. Les contaban que estábamos luchando contra bandidos. ¿Un ejército regular de 100.000 soldados, en nueve años, no era capaz de vencer a unos bandidos harapientos?

Un ejército con la tecnología más avanzada. (Que Dios amparase a quienquiera que estuviera en medio de un bombardeo de artillería con nuestros lanzamisiles Granizo o Huracán: los postes telegráficos salían volando como fósforos.) Los «bandidos» sólo tenían las ametralladoras Maxim que habíamos visto en las películas; los Stinger y las ametralladoras japonesas llegaron más tarde. Hacíamos prisioneros a hombres escuálidos con manos grandes, de campesino. No eran bandidos. Eran la gente de Afganistán.

            La guerra tenía sus propias reglas horrendas: si te dejabas fotografiar o te afeitabas antes de un combate, estabas muerto. Siempre mataban primero a los héroes de ojos azules: conocías a uno de esos tipos y antes de que te dieses cuenta, estaba muerto. La mayoría de la gente murió durante los primeros meses, cuando tenían demasiada curiosidad, o hacia el final, cuando ya habían perdido el sentido de la precaución y se habían quedado imbéciles. Por la noche se te olvidaba dónde estabas, quién eras, lo que hacías allí. Nadie lograba dormir durante las últimas seis u ocho semanas antes de volver a casa.

            Aquí en la Unión somos como hermanos. Un tipo joven que vaya por la calle con muletas y una medalla reluciente sólo puede ser uno de los nuestros. Puede que sólo os sentéis en un banco y fuméis un cigarrillo juntos, pero os dará la impresión de que lleváis todo el día hablando el uno con el otro.

            Las autoridades quieren utilizarnos para tomar medidas contundentes contra el crimen organizado. Si hay que atajar y poner fin a algún problema, la policía recurre a «los afganos». Para ellos, somos tipos con puños grandes y cerebros pequeños a los que nadie aprecia. Pero está claro que si te duele la mano, no la pones en el fuego, la cuidas hasta que mejora.


Una madre

Me apresuro hasta el cementerio como si fuese a encontrarme con alguien. Siento que voy a visitar a mi hijo. Los primeros días pasaba allí toda la noche. No me daba miedo. Estoy esperando a que llegue la primavera, a que una florecilla brote de la tierra y aparezca ante mí. Planté campanillas de invierno para tener un mensaje de mi hijo lo antes posible. Llegan desde él hasta mí, desde allí abajo.

            Me quedo sentada junto a él hasta que oscurece y ya bien entrada la noche. A veces no me doy cuenta de que he empezado a gemir hasta que asusto a los pájaros, toda una tormenta de graznidos de cuervos, que vuelan en círculos y agitan las alas sobre mí; entonces recobro la lucidez y dejo de hacerlo. He ido todos los días durante cuatro años, si no es por la tarde, por la mañana. Falté los once días que pasé en el hospital, después me escapé en camisón para ir a verlo.

Me llamaba «Madre mía» y «Ángel madre mía».

            —Vaya, ángel madre mía, han aceptado a tu hijo en la Academia Militar de Smolensk. Espero que estés contenta.

            Se sentaba al piano y cantaba.

Oficiales caballeros,

¡príncipes verdaderos!

Si entre ellos no el primero,

sí que soy uno de ellos.

Mi padre fue un oficial del Ejército regular que murió en la defensa de Leningrado. Mi abuelo también fue oficial. Mi hijo estaba hecho para ser un militar: tenía el porte, tan alto y tan fuerte. Debería haber sido un húsar con guantes blancos, que jugase a las cartas.

            Todos querían ser como él. Hasta yo, su propia madre, lo imitaba. Me sentaba al piano como él, y a veces me ponía a caminar como él, sobre todo después de que lo mataran. De tanto que deseo que esté siempre presente en mí.

Cuando fue a Afganistán por primera vez, no escribía nunca. Esperé y esperé a que viniese a casa de permiso. Un día, en el trabajo, el teléfono sonó.

            —Ángel madre mía, vuelvo a casa.

            Fui a recibirlo al autobús. El pelo se le había puesto canoso. No reconoció que estaba de permiso, que había pedido que lo dejasen salir del hospital un par de días para ver a su madre. Tenía la hepatitis, la malaria, no había nada que no tuviera, pero advirtió a su hermana para que no me lo contase. Entré en su habitación de nuevo antes de irme a trabajar, para verlo dormir. Abrió los ojos. Le pregunté por qué no estaba dormido, era muy temprano. Dijo que había tenido un mal sueño.

            Lo acompañamos hasta Moscú. Era un mayo soleado, hacía un tiempo estupendo y los árboles estaban en flor. Le pregunté cómo eran las cosas allá.

            —Madre mía, Afganistán es un asunto donde no deberíamos estar metidos —me miró sólo a mí, a nadie más—. No quiero volver a ese agujero. De verdad que no —se alejó caminando, pero se dio la vuelta—. Es tan sencillo como eso, mamá —nunca me llamaba «mamá». A la mujer en el mostrador del aeropuerto se le caían las lágrimas al mirarnos.

            Cuando me desperté el 7 de julio no había estado llorando. Me quedé mirando al techo con los ojos vidriosos. Me había despertado él, como si hubiese venido a despedirse. Eran las ocho en punto. Tenía que prepararme para ir al trabajo. Fui vagando de un lado para otro con el vestido, del cuarto de baño a la sala de estar, de una habitación a otra. Por alguna razón no podía soportar ponerme ese vestido de color claro. Me sentía mareada y no veía bien. Todo estaba borroso. Me fui serenando hacia la hora de almorzar, hacia el mediodía.

            El día siete de julio. Llevaba siete cigarrillos en el bolsillo, siete fósforos. Había hecho siete fotos con su cámara. Me había escrito siete cartas a mí, y siete a su novia. El libro sobre su mesita de noche estaba abierto por la página siete. Era «Los contenedores de la muerte», de Kobo Abe.

            Tuvo tres o cuatro segundos en los que podía haberse salvado. El vehículo en que iban salió volando por un precipicio. No podía ser el primero en saltar. Nunca podía haberlo sido.

De parte del comandante segundo del regimiento para asuntos políticos, el comandante S. R. Sinelníkov. Es mi deber como soldado informarle de que el teniente primero Valeri Gennadiévich Volóvich ha muerto hoy a las 10:45 horas.

Toda la ciudad estaba ya al tanto. En la Casa de los Oficiales habían puesto un crespón negro y su fotografía. De un momento a otro estaba previsto que llegase el avión con su ataúd, pero nadie me había dicho ni una palabra. No tenían el valor de hacerlo. En el trabajo todos llevaban rastros de lágrimas en la cara.

            —¿Qué ha pasado? —les pregunté.

            Intentaron distraerme de diversas maneras. Vino una amiga, y después por fin un doctor con bata blanca. Le dije que estaba loco, que muchachos como mi hijo no podían morir. Empecé a dar golpes en la mesa. Corrí hasta la ventana y empecé a golpear el cristal. Me pusieron una inyección. Seguí gritando. Me pusieron otra inyección, pero tampoco me hizo efecto.

            —Quiero verlo, llevadme hasta mi hijo —vociferaba.

            Finalmente tuvieron que llevarme.

            Había un ataúd alargado. La madera no estaba lijada, y en grandes letras pintadas en amarillo se leía «Volóvich». Tenía que encontrarle un sitio en el cementerio, un lugar seco, un lugar seco y agradable. Si eso significaba un soborno de cincuenta rublos, no importaba. Aquí tiene, tome, pero asegúrese de que sea un buen lugar, seco y agradable. Dentro ya sabía lo desagradable que era, pero yo sólo quería que estuviese en un lugar seco y agradable. Las primeras noches no lo dejé solo. Me quedé allí. Me llevaban a casa, pero yo volvía.

            Cuando voy a verlo, hago una reverencia, y cuando me marcho, la vuelvo a hacer. Nunca paso frío, ni siquiera cuando la temperatura cae bajo cero; escribo mis cartas desde allí; si alguna vez estoy en casa es porque tengo visita. Cuando camino de vuelta a casa por la noche, las farolas están iluminadas, los faros de los coches encendidos. Me siento tan fuerte que no tengo miedo de nada.

            Sólo ahora me despierto de mi pena, como si me despertase de un sueño. Quiero saber de quién fue la culpa. ¿Por qué nadie dice nada? ¿Por qué no se nos dice quiénes lo hicieron? ¿Por qué no son juzgados?

            Saludo a todas las flores de su tumba, a cada pequeña raíz, a cada tallo.

            —¿Vienes de ahí? ¿Vienes de él? Vienes de mi hijo. ■

 

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