Detrás de las promesas de salarios exorbitantes en Polonia, se esconden jornadas de más de doce horas, en condiciones inhumanas y de explotación.
Jorge se despidió un domingo en la tarde. Estaba feliz. “Gracias a Dios me dieron el contacto clave allá”, nos dijo con entusiasmo, al tiempo que anunció, en una semana partiría a Polonia. “Ya tengo permiso de trabajo” Sus ojos brillaban con emoción. Luego compartió su expectativa de llevarse a su hermano Guillermo. “Acá matándose en la rusa, y allá necesitando trabajadores”.
Trabajaría en una factoría donde procesan embutidos. “Por el frío, el consumo de esos productos es muy alto”, relataba con ese aire sobrador de quien conoce la plaza.
Amigos y familiares realizaron varias reuniones para despedirlo. “Para serles sincero, no pienso volver a Colombia. Los que viajaron me dicen que es un país amañador.”, decía a unos y otros, apurándose los últimos aguardientes.
Llegó a España. El desplazamiento le tomó casi tres días. “Los trenes y buses acá son como de otro mundo, modernos. Y los paisajes, únicos. Esto sí es vida”, escribía desde Europa, gastándose los pocos datos de su teléfono móvil en una conexión internacional. Mandaba fotos de todo.
Instalado en Lodz, la tercera ciudad polaca de casas grandes, antiguas y hermosas, descubrió un panorama que era distinto. Las jornadas laborales excedían las doce horas.
“Todo el día cargando cerdos destazados. Apenas me acuesto a dormir, caigo fundido y como si hubiesen transcurrido apenas unos segundos, abro los ojos para descubrir que ya nos están llamando para comenzar un nuevo turno.” Lo que ganaba, apenas le alcanzaba para sobrevivir. En los dos meses que estuvo allá, solamente en dos ocasiones hizo un giro a su familia. Poco dinero.
Conseguir el boleto de regreso fue un drama. “Les debo mucha plata y no tengo para el tiquete de avión.”, escribió. Su madre y sus hermanos vendieron rifas, empanadas y tamales, para traerlo de vuelta. Jorge conduce hoy un taxi. Está en Colombia. Asegura que su país es un paraíso…
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